Relatos sobre arqueología en los tiempos de Noé

Hace algunos años, mientras realizaba una excavación arqueológica en la Sabana de Bogotá, como casi siempre ocurre, contaba con el apoyo logístico de varias personas que hacían parte de la comunidad local. Quienes trabajamos en campo conocemos el modo en que estas personas se transforman en auténticos co-investigadores, no solamente por el apoyo logístico que nos brindan, sino también por las ideas e inquietudes que plantean mientras se excavan los objetos del pasado.

Por: Juan Pablo Ospina  

Con mi equipo, trabajábamos para documentar las conductas rituales de los primeros pobladores de esta región y, por lo tanto, me encontraba en una búsqueda, casi desenfrenada, por documentar contextos funerarios antiguos. Todo resultó muy bien, y logramos registrar de forma pormenorizada 21 tumbas asociadas a grupos precerámicos de la Sabana de Bogotá. 

Según los antecedentes, y la naturaleza del registro arqueológico, conocíamos que el sitio había sido ocupado intensamente por grupos de cazadores recolectores desde hace unos 9000 años. Sin embargo, uno de mis objetivos como investigador científico era precisamente refinar esa cronología y poder identificar transformaciones en los patrones mortuorios a través del tiempo.  

Entre el grupo de co-investigadores había un hombre de 55 años, cuyo nombre era José Antonio, y quien en la mayor parte de su tiempo también era campesino de profesión.  

Con el paso de las semanas, don José Antonio desarrolló destrezas extraordinarias para intuir dónde resultaría el próximo enterramiento; y con plena convicción marcaba una equis profunda con su palustre en el lugar donde en efecto aparecería una tumba con el paso de las horas. También identificaba con facilidad las herramientas líticas, los huesos de venado y curí, y le gustaba repetir la terminología anatómica humana según el libro que trabajábamos. Adicionalmente, don José estaba obsesionado, quizá más que yo, con la cronología del sitio arqueológico, es decir, para él resultaba esencial conocer y discutir qué tan antiguas eran las tumbas que estábamos excavando.  

Un miércoles, mientras almorzábamos, me preguntó, con sorna, que por qué yo decía que esos muertos tenían 9000 años de antigüedad; y cuestionó con franqueza la veracidad de esa información. Yo ya tenía claro que don José no confiaba plenamente en el ejercicio arqueológico que yo estaba realizando.  

Ante tan súbita afrenta, yo inicié a hablar, como si estuviera en clase, sobre el radiocarbono y los métodos arqueológicos para datar. Cuando de repente, y de manera imperturbable, me dice: 

–Estos muertos no pueden tener 9000 años, porque, de ser así, el Diluvio universal los hubiera arrasado.  

Me quedé inmóvil, como timoneando en pensamientos pantanosos, y además compungido, pues a mí siempre me había gustado tener una respuesta casi inmediata para todo. Don José conocía muy bien el relato del Génesis, y describió detalladamente los acontecimientos; recreó las cronologías bíblicas basada en las generaciones que habían pasado desde Adán hasta David y desde David hasta Jesús, y según esas cuentas la historia de la tierra no podía tener mucho más de cinco mil años. Además, me recordó que el planeta había estado inundado durante 40 días y 40 noches, por lo tanto, era imposible que esas tumbas estuvieran tan intactas hoy en día. Para don José la arqueología estaba fallando, pues estaba ignorando un acontecimiento innegable que había moldeado la faz de la tierra y todo lo que había en ella. Noté que mientras conversábamos sus ojos expresaban una manifiesta felicidad, pues intuía que sus aportes me estaban dando claridad sobre una de mis mayores inquietudes del sitio, es decir, su antigüedad.  

Le expliqué a don José por qué yo no podía usar el relato bíblico para responder a mi pregunta de investigación, sin embargo, dentro de mí, sí recurrí a esa historia para pensar en los pasados paralelos; es decir, pasados y hechos que, sin necesidad de una fecha de radiocarbono, o correlatos arqueológicos, brindan sosiego a las personas y las sitúa en un sistema definido de ideas. Sabemos que la ciencia ha transformado drásticamente la forma explicar el mundo, y la arqueología ha contribuido satisfactoriamente en esa empresa. Sin embargo, para muchos, como don José, una única forma de situarse en la historia causa desazón, pues las mentes humanas no operan como tabulas rasas en espera de que se inscriba una nueva historia y empezar de cero.  

Volví a la charla y pensé que, en realidad, la arqueología no estaba fallando, quien fallaba era yo, porque en mi ingenua obsesión cientificista había olvidado lo complejo y enrevesado que es el pasado humano. Supuse entonces que la arqueología estudia el pasado, pero no puede estudiar todos los pasados, porque a fin de cuentas muchos de ellos son inaccesibles e incomprensibles para nosotros.  

Finalmente, don José me declaró que a él no le afectaba en ningún sentido que mi punto de vista fuera distinto al suyo, pues él también estaba cumpliendo el sueño de hacer arqueología y que todo lo que encontraba se ajustaba al pasado en el que él creía y conocía.  

–Yo hago mi arqueología como en los tiempos de Noé, y ya veremos si hay que hacer un arca para el diluvio o no, me dijo don José completamente sosegado.  

Juan Pablo Ospina es director del programa de Arqueología de la Universidad Externado de Colombia, PhD en Arqueología, docente-investigador de la Facultad de Estudios del Patrimonio Cultural.  

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