Las CAR: lo que pudieron ser y no fueron, por causa de la corrupción

Ni que fueran de oro: la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca pagó un millón de pesos por unidad de ‘palínÂ’ (pequeña herramienta de mano, similar a una pala).

La misma entidad canceló a $ 1.115.000 la hora de capacitación a sus funcionarios. Ni que las clases hubieran sido dictadas por un premio Nobel.


Tan absurdo, como cierto. Dos casos apenas, de los numerosos que pone de presente la investigadora Carolina Montes Cortés Ph.D, con base en informes de la Contraloría General de la República y de otras entidades,  para demostrar cómo quienes califican a las Corporaciones Autónomas Regionales – CAR del país, como ‘cuevas de corrupción’, tienen toda la razón.

El estudio se titula “La corrupción en el sector ambiental: un detrimento contra el patrimonio natural” y hace parte del tomo 2 de la colección “La corrupción en Colombia” (4 tomos) que acaba de publicar la Universidad Externado de Colombia, dentro de la gran serie editorial “Así habla el Externado”.

Entre otros, los hechos escandalosos cuya ocurrencia Montes advierte en la mayoría de las CAR del país, son: sobrecostos en compras; contratos que no se cumplen y su ejecución no se vigila; apropiación de los recursos de la entidad por parte de los funcionarios; favorecimiento de intereses políticos; sobornos para impulsar decisiones; derroche de recursos cuantiosos.

Realidades como esta son halladas por doquier: “Un serio caso de corrupción en el departamento del Chocó se dio en torno al Salvoconducto Único Nacional, que es la autorización entregada por la autoridad ambiental para la movilización de los especímenes de diversidad biológica provenientes de los aprovechamientos forestales. Según los hallazgos de la CGR [Contraloría General de la República] en la jurisdicción de Codechocó se movilizan volúmenes mayores de los autorizados en el salvoconducto o se transportan especímenes no autorizados. Para el año 2013 se pudo determinar que el 64 % de las especies forestales que fueron movilizadas en el departamento del Chocó se encontraban en el catálogo de especies amenazadas”.

El estado actual de las CAR, de acuerdo con la autora, representa la muerte de un ideal de entidades descentralizadas, basadas en el conocimiento, la técnica y la transparencia, para administrar y defender un patrimonio que hace a Colombia una nación rica entre las ricas, aunque la verdad es que esto puede cambiar en virtud de la corrupción y el desgreño.

De ese paradigma de desarrollo sostenible y defensa del patrimonio natural solo queda un conjunto de fortines burocráticos con una misión desdibujada en un ámbito en el que predomina el interés privado sobre el público. Montes subraya cómo esta realidad afecta no solo los recursos públicos  sino los recursos naturales que se dejan al mejor postor.

“La degradación de los recursos naturales a causa de un permiso de vertimientos, de emisiones atmosféricas o de aprovechamiento forestal otorgado para favorecer a particulares o industrias, tiene un alto costo económico que la población debe asumir, no solo como una pérdida en el patrimonio natural, sino como consecuencia de las inversiones que luego se deben realizar para recuperarlo. Esto, sin mencionar los costos en los que deberán incurrir tanto el Estado como la población para atender los problemas de salud que se deriven por la mala calidad del ambiente”.

Se habla de abultados recursos destinados para atender el gasto ambiental. Según la CGR, en 2016 “los recursos apropiados para financiar el gasto ambiental alcanzaron los $ 2.980.551 millones”.

El eterno carrusel: yo te nombro, tú me nombras          

La autora pone en evidencia la toma progresiva de las CAR por parte de los poderes políticos regionales, que se inscriben en una lógica de favores y amiguismos cuyo idioma resulta incompatible con el interés general, la responsabilidad ambiental, la honestidad y la transparencia. Según explica, en el sistema de elección del director de las CAR, señalado por la ley, se da un círculo vicioso según el cual el máximo organismo directivo de la entidad, la Asamblea Corporativa (integrada por todos los representantes legales de las entidades territoriales de su jurisdicción) tiene a su cargo la elección del Consejo Directivo y este, a su vez, el nombramiento del director de la entidad, cuya independencia se ve absolutamente coartada por los otros dos órganos directivos integrados, como se puede observar, por representantes de la política regional. Así, si el director está interesado en conservar su puesto y evitar problemas, debe actuar dentro de la filosofía del “hagámonos pasito”.

Por eso no pocos sectores comprometidos con el tema ambiental urgen una reforma de fondo, especialmente en el mecanismo de nombramiento de los directivos de las CAR o, sencillamente, eliminarlas y construir un nuevo modelo para la administración del patrimonio ambiental, dado el pobrísimo balance costo – beneficio que arrojan.

Mejor pagar que reparar

Uno de los absurdos que se encuentran en la operación de las CAR se ubica en las sanciones que se imponen a los infractores ambientales quienes, no solamente se las arreglan para sobornar a los funcionarios para que les eliminen las cargas, sino que, en vista del costo que tiene una reparación integral del daño ambiental, como lo ordena la ley, prefieren “saltarse este trámite” y pasar directamente al pago de multas, que les resultan más económicas. En ese sentido tendría que haber, también, un replanteamiento en la tasación de los daños ambientales.

En cuanto a las sanciones que se deben imponer a los funcionarios que incurren en las mencionadas infracciones, delitos o, en general, violaciones a los regímenes legales que rigen su comportamiento, si bien ha habido algunas medidas ejemplarizantes, estas son escasas en opinión de la investigadora, si se considera la corrupción de las CAR en el país: “el riesgo de ser sancionado disciplinaria o fiscalmente es mínimo por las dificultades probatorias que tienen la Procuraduría y la Contraloría al momento de establecer una responsabilidad disciplinaria o fiscal para los empleados públicos”.

De otra parte, la investigadora subraya cómo Colombia es presa de una suerte de “maldición de la abundancia” y explica: “es difícil de percibir el creciente deterioro ambiental que se está generando no solo por los recursos naturales, que no están aún cuantificados, sino también por su abundancia, que lleva a que su desgaste y afectación sea solo un hecho notorio a largo plazo”.